Josemi, el segurata. (La hija del churrero - Parte II)
Dentro del sobre encontró el equivalente a la mitad de su salario anual. Cada vez que Josemi manoseaba el fajo de billetes, un tufo a fritanga se le quedaba entre las uñas y se mezclaba con su sudor. El pringue que sentía en las manos se iba extendiendo por toda la garita. El teclado del ordenador, los mandos de las cámaras de seguridad, el control de acceso al plató grande y el llavero con el logo de una conocida cadena de televisión: todo estaba impregnado de aquel mejunje transparente. Apestaba a miedo. Miedo del de no dar bocado, del de pasarse una mañana con las tripas centrifugando un café con leche, del de tener las puntas de los dedos congeladas y el corazón a mil por hora.
En las familias de bien, las madres advierten a sus hijos del peligro de morder la mano que les da de comer. Josemi nunca había escuchado nada parecido en casa. Los consejos eran para la gente con certezas, para los triunfadores, y sus padres eran la tercera generación de todo un linaje de perdedores que sobrevivían coleccionando cupones y esperanzas frustradas.
No podía echarse atrás. Había aceptado el dinero y tenía que cumplir con su parte del trato. Si le pillaban perdería su trabajo, pero si a los de la ETT les apetecía también podía perderlo mañana. Llevaba casi dos años encadenando contratos temporales. Vivir en la cuerda floja se había convertido en su modelo de vida.
Antes fantaseaba con ganarse el favor de sus superiores y que le hiciesen indefinido. Ahora le bastaba con ahorrar lo suficiente para comprarse un televisor de cincuenta pulgadas.
Cuando se marcharon los de la limpieza, Josemi salió de la garita y se encendió un cigarro.
Entró en el edificio central, tomó el ascensor, bajó al sótano y apareció frente a una puerta blindada. Mientras esperaba a que el lector escanease su acreditación, Josemi echó un vistazo a la cámara de seguridad que le apuntaba desde el techo. Si nadie daba la señal de alarma, en dos días el circuito de seguridad se borraría automáticamente y no quedaría ni rastro de su pequeña escapada nocturna.
Una luz verde confirmó su acceso, se abrieron las puertas y una hilera de fluorescentes iluminó un laberinto de estanterías.
1992, 1993, 1994, 1995. Junio…10, 11, 12. El fichero número “12/06/1995”. Dentro sólo había un cinta Betacam con una etiqueta en la que se leía: Sabiñanigo-Artajona/No emitida/Error: Corrupción de la imagen.
Sin pensarlo, metió la cinta en uno de los lectores. Tenía que saber por qué le estaban pagando.
Una pantallita se encendió y apareció el logo de la cadena para la que trabajaba acompañado de un pitido ensordecedor.
La imagen desapareció y todo se llenó de puntitos grises que zumbaban como un mar de moscardones. A esto los de la tele lo llamaban “ruido” o “nieve”.
El ruido dio paso a la sintonía de un conocido programa de los noventa. Josemi sonrió al recordar las tardes de domingo que había pasado frente al televisor viendo aquello.
En mitad de una plaza de toros, el presentador acogía a los alcaldes de los dos pueblos y anunciaba la primera prueba. Un grupo de bailarinas con minifaldas y tacones se contoneaban alrededor de los primeros candidatos y así daba comienzo la batalla entre los dos pueblos.
Todo parecía bastante normal. Un clásico de la televisión. Josemi avanzó la imagen y vio cómo el programa pasaba a cámara rápida. Seguía sin ver nada fuera de lo normal.
Estaba a punto de sacar la cinta cuando algo le llamó la atención. Uno de los alcaldes se preparaba para enfrentarse a la última yincana, la que decidiría cuál de los dos pueblos pasaría a la historia. Era la final de aquel año y estaba en juego el honor de todos sus vecinos. El alcalde se ajustó el traje de gomaespuma que le habían puesto y se dirigió a la línea de salida. Resultaba ridículo verle andar. Aquel armatroste le obligaba a dar pasitos diminutos, como si fuese un enano con los pantalones bajados. El presentador dio comienzo a la prueba y la imagen desapareció.
Volvió a nevar en la pantalla. Parecía que la grabación se hubiese terminado.
Sin embargo, algo ejercía una misteriosa atracción sobre Josemi. No podía despegar los ojos del monitor. Su intuición le decía que había algo sospechoso en aquel video, tenía que haber algo más.
Entonces volvió la imagen, fue sólo un segundo y desapareció una vez más.
Josemi no estaba seguro de lo que acababa de ver; se limitó a reprimir una arcada e intentó rebobinar la cinta.
Congeló un fotograma y contempló el infierno que le perseguiría durante años. Resultaba complicado entender lo que podía haber pasado. Los espectadores de los dos pueblos corrían en estampida por el plató; muchos de ellos dificultaban ver lo que pasaba al fondo. Los decorados estaban salpicados de sangre. Había restos del alcalde y de su traje de gomaespuma desperdigados por toda la plaza. Pero él no era el único afectado. En las gradas de abajo yacían un par de cuerpos pisoteados y hechos papilla.
En mitad del caos, un miura trotaba con la pierna de una de las bailarinas ensartada en el asta. El sonido era un conglomerado de gritos y lamentos condensados, un pitido terrorífico capaz de helarle la sangre a cualquier, incluso al presentador; que, por primera vez, había dejado de sonreír y lloraba asustado, desde la copa de un árbol en cartón-piedra.
Josemi se concentró en el animal. El toro estaba poseído por una furia asesina. Tenía los ojos inyectados en sangre y la boca repleta de espumarajos de baba.
Estaba claro que habían borrado el resto del video. Alguien había ocultado lo que había ocurrido.
En la sala de plenos del Ayuntamiento de Sabiñánigo se encuentra un trofeo en forma de toro que celebra la victoria en un conocido concurso televisivo. Nunca nadie lo menciona cuando vienen turistas al pueblo. En Artajona tienen el mismo.
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