¡Aquí no hay nada!
¡Nos
días, Jodido! Vengo del buzón (que está como a tiro de piedra de
mi cuarto) y veo tu carta así que me voy a apalancar y aprovecho y te cuento un poco mi
desembarco aquí.
Resulta
que ayer era sábado así que bajé al pueblo para ir al bar, y no
había bar, no había ni pueblo. Literalmente, ¡no hay nada! Yo quería pasar un sábado
tranquilo, en el bar, jugando al futbolín. Qué mejor, ¿no? El Gobierno ha estado reclutando a los
parados para que vayamos a hacer tareas en el campo y a mí me ha
tocado maíz. Ay, los pueblos... Por ahora sólo tengo cerveza
caliente.
Yo
nunca había tenido pueblo. En el colegio era uno de esos niños
tristes que se quedan en las ciudades los fines de semana y los
puentes, en esos viernes prometedores de migrantes internos
regresando al pueblo de sus mayores. Llenar el tiempo, por lo tanto,
era una incógnita porque nunca sabías en que puerta te iban a
responder o a dejarte colgado. Como Yavhé en Egipto buscando
pecadores de casa en casa, secuestrando a los primogénitos.
Y
mira ahora, desde la ventana de mi habitación veo exactamente la nada.
La nada más completa se ve también desde la ventana de la cocina o
la del baño. Hay una casa a unos 50 metros, pero unos chopos la
esconden de la vista, así que a mi alrededor sólo hay campos en
barbecho, terrones destripados. Si con trece años me hubieran dicho
que era esto lo que me estaba perdiendo cada fin de semana, habría
girado silenciosamente mi mirada reconfortada hacia el Mario Kart.
Como
está ya entrado el otoño, nos despertamos rodeados por la noche más
absoluta. Doy, entonces, la luz de la cocina (una bombillita amarilla
encima del fregadero) y pongo la cafetera al fuego. Me da tiempo,
antes de que nuestra cabaña se llene del caluroso aroma del café, a ir
al baño y, de vuelta, coger un par de troncos para alimentar la
chimenea. Si fuera sábado o domingo, el día ya estaría hecho. Las
tareas mínimas para mi supervivencia completadas.
Nunca
antes había tenido chimenea, así que por las noches, antes de ir a
dormir, siempre me asaltan las mismas dudas de si puede arder el
viejo sofá que hay frente a la lumbre, arrasando con todo. Así
pues, resignado a mi destino final, hago el camino inverso y voy
apagando las luces, de la más general a la más funcional: luz de la
cocina, luz de la salita, lamparita de leer junto al sillón orejero.
Al pie de la escalera compruebo una última vez (porque sería la
definitiva) que el sofá no ha entrado en combustión espontánea. En
el hogar chisporrotean leños nuevos, el fuego abraza su carne
fresca.
Llevo
ya tres meses aquí, en este pueblo perdido de la provincia más
rural de Francia. No hablo ni papa del idioma, aunque dentro de nada
podré ponerle palabras a mi situación geográfica: au fin fond
de la campagne, dans un coin paumé de la cambrousse. Mi
situación personal también es un campo desolado. Abro la ventana
para echar los postigos y en el frescor de la noche encuentro un olor
familiar, huele a coño. La vecina ha estado haciendo calabacines al
horno.
Bueno, brrrrro, te tengo al corriente de mis aventuras en los campos de
maíz de Francia, con la mazorca en la mano.
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