¡Tan fácil!

El tramo de autopista que pasa por las Landas es uno de los más peligrosos de toda Francia. Parece imposible cuando lo ves; un desfile interminable de pinos que dan sombra a una carretera sin curvas ni el menor desnivel. Nada más seguro y nada más traicionero. A menudo, los conductores se confían, bajan la guardia y acaban estrellados. En los guardarrailes se acumulan los mensajes y las flores de los familiares alertándonos de los peligros de vivir una vida sin riesgos.

El autobús ha parado en una estación de servicio y todos los pasajeros hemos bajado para estirar  las piernas, vaciar los esfínteres o comprar algún sandwich infecto. El horizonte se tiñe de naranja y sopla un viento que hace que los pitis se fumen de tres caladas. Volvemos corriendo a acurrucarnos en nuestros asientos y tratamos de dormir para que el viaje se haga más corto. Aquí dentro hay gente que ha madrugado para salir desde Sevilla o más allá de Ceuta. Huele a bocatas de chorizo, a pies hinchados y a pedos tristes. Todos deseando llegar para poder volver a echar en falta el volver.


Este es el último año que hago la vendimia. Me dan unos pinchazos horribles en la espalda y cada vez que me agacho siento como si las rodillas se me desgarrasen. Estoy mayor para seguir con esto. Al año que viene, si quiero ganar algo de pasta en verano, me haré tele-operador o monitor de tiempo libre. Lo que sea menos esto. Tengo las manos echas papilla. Toda la porquería que echan en las uvas me ha abrasado las yemas de los dedos. Podría atracar un banco y no encontrarían mis huellas ni con refuerzos. 


Me miro en el reflejo de la ventana y no me reconozco. He descuidado mi aspecto durante las últimas semanas. Si me cortase un brazo, se verían las capas de roña acumuladas, como los anillos de un árbol: una por cada día sin ducharme.


Este será mi último año en la escuela de cine. Me encantaría pensar que después vendrán curros mejor pagados, muchos ceros en mi cuenta o, al menos, dejar lo de comer de los contenedores del LIDL.


No sé nada de Julia. La última vez que nos vimos no paró de hablarme de sus planes de vacaciones en Punta Cana con su marido y sus hijos. Acabamos discutiendo. Ella me dijo que estaba harta de mi, que ya no la escuchaba. 

Tenía razón: me importaban una mierda sus historias. 

O puede que, simplemente, estuviese muerto de envidia. 

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