La hija del churrero - Parte I

Dos docenas de churros, tres de los rellenos de crema, seis porras y dos litros de chocolate - dice entre risitas el que parece el líder del grupo.

Ella prepara el pedido aunque sabe de sobra que ninguno de esos mocosos tiene un duro. Debería pedirles el dinero por adelantado, pero no lo hace, prefiere no hacerse muchas preguntas y lo que tenga que ser será. 

El gordo de la cuadrilla recoge un par de paquetes grasientos y las garrafas de chocolate, los dos se miran a los ojos y él hace un amago de llevarse la mano al bolsillo. Se escucha una risotada y el chaval sale corriendo con el resto del grupo. Ella permanece impasible frente a la caja, mirando cómo los mocosos se alejan entre carcajadas e insultos. En el barrio, a la hija del churrero se le conoce como “el tanque”, “la grasas” o, simplemente, “Fátima-la-gorda”. 


Se agacha para recuperar un buñuelo del suelo y las varices se le estiran y atraviesan unas pierdas lipidinosas apretadas en unos shorts. La pobre gimotea y el sonido de sus sollozos se pierde en el crepitar del aceite hirviendo y los bufidos de la radio que anuncia los resultados de la quiniela. 


En el barrio se decía que para la hija del churrero, todo se había torcido cuando Ricardito lo dejó con ella. O quizá él lo dejó con ella cuando todo se había torcido. En cualquier caso, a Fátima-la-gorda le hubiese gustado tener a alguien cerca, a quien fuese; que se preocupase por ella y le dijese que zamparse de una tacada los seis sabores del paquete de yogures, no era una buena idea. 

Cuando su padre la encontró inconsciente en la cocina, el doctor le echó la culpa a los pistachos y a una posible intolerancia. Lo que nadie imaginaba es que aquella mujer fuese capaz de beberse tres litros de helado derretido. 

Para ella, comer era desaparecer en cada bocado, rellenarse de trozos sin masticar para vaciarse de sí misma. 


Sólo ella sabía le fecha y el lugar en la que todo se había torcido. La Interviú acababa de sacar lo del caso Roldán y sus piernas eran el pasatiempo favorito de todo el barrio. O de todo el país, mejor dicho. Cada domingo, millones de familias se apretaban frente al televisor para ver cómo la hija del churrero hacia de azafata y bailarina para uno de los programas más exitosos del momento. 

Por aquel entonces, sentía como si hubiese conseguido burlarse del destino. Aquella era su oportunidad para tener una vida distinta, un futuro mejor. Atrás quedaban los madrugones, un cutis grasiento, los bidones de aceite reciclado y los putos churros. Ella era mucho más que todo eso; se lo merecía. Ahora sentía que su vida tenía un propósito: hipnotizar a todo un país con los contoneos y las cucamonas de ese par de muslos firmes y joviales.


Una mañana la hija del churrero volvió al barrio. En el bolso llevaba un sobre lleno de billetes y tenía los ojos hinchados como un besugo. Le llevó un mes volver a pedirle trabajo a su padre; a “el churrero”. Después de aquello nadie se atrevió a preguntar nada. 

Al verano siguiente, el programa de televisión volvió a emitirse, como cada año, pero esta vez habían cambiado todo el cuerpo de baile, las azafatas y alguno de los personajes recurrentes. El presentador, sin embargo, seguía siendo el de siempre: el mismo de la ruleta, el del concurso de las canciones, el del anuncio del paté y el que daba las campanadas por Navidad. 

Él tampoco hizo ningún comentario al respecto de todos aquellos cambios.


Ha llovido desde entonces, pero la hija del churrero sigue guardando aquel sobre con su último sueldo y un finiquito birrioso. Una vez más siente cómo el futuro podría ser suyo, aunque ya tiene más de cincuenta palos. 

Todos esos ratos muertos mirando la espuma de la freidora le han dado mucho que pensar. Por fin está lista para sacar a la luz la verdad. No le mueve ningún afán justiciero, simplemente ahora sabe cómo hacer las cosas: van a rodar cabezas, caerán exclusivas, volarán cheques y piensa hacerse aspirar hasta la último gota de grasa en su cuerpo.


A la hija del churrero siempre le gustaron esos programas de la tele en los que transforman a gente vulgar en supermodelos. Todo volverá a ser como antes, se dice, pero esta vez ella sabrá jugar sus cartas.


Anochece y en la radio suena Perales. Hoy hay poco movimiento en el barrio. El tiempo ha pasado y lo que antes era un descampado con una churrería, ahora es una placita con columpios y máquinas de ejercicio para los ancianos. Los yonkis y los gatos han dado paso a parejas jóvenes con hijos y perros. La churrería desentona en este nuevo decorado.


“Yo te diré temblando la voz. El tiempo va deprisa y ese día que soñamos vendrá. Apaga la luz, la noche está marchándose ya”

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