Dentro del sobre encontró el equivalente a la mitad de su salario anual. Cada vez que Josemi manoseaba el fajo de billetes, un tufo a fritanga se le quedaba entre las uñas y se mezclaba con su sudor. El pringue que sentía en las manos se iba extendiendo por toda la garita. El teclado del ordenador, los mandos de las cámaras de seguridad, el control de acceso al plató grande y el llavero con el logo de una conocida cadena de televisión: todo estaba impregnado de aquel mejunje transparente. Apestaba a miedo. Miedo del de no dar bocado, del de pasarse una mañana con las tripas centrifugando un café con leche, del de tener las puntas de los dedos congeladas y el corazón a mil por hora. En las familias de bien, las madres advierten a sus hijos del peligro de morder la mano que les da de comer. Josemi nunca había escuchado nada parecido en casa. Los consejos eran para la gente con certezas, para los triunfadores, y sus padres eran la tercera generación de todo un linaje de perde...
¡Hola, cernícalo! Tu última carta era bastante perturbadora, ¿estás bien? Lees La broma infinita, ¿por qué te haces daño? Esta semana no estaba muy inspirado, me siento como si estuviera despistado, con ensoñaciones, levitando como una nube. Esta semana, mi carta, es una carta de amor. Mi amor por X Æ A-12. Mano izquerda, mazorca, mano derecha, desechos; mano izquerda, mazorca, mano derecha, desechos; mano izquierda, mazorca, mano derecha; desechos, mano izquierda, mazorca... La máquina arranca a las siete menos diez de la mañana con una pedorreta de borracho. Encadenado con su bramido de desfile de tanques soviéticos. Siete horas al día, seis días a la semana. Desde hace unos meses, he aprendido a conocerla, he estudiado su respiración, sus caprichos, sus enfados. Su nombre es X Æ A-12, de la serie 2012GBC, no se me va de la cabeza. Su funcionamiento es de lo más sencillo: se vuelcan las mazorcas de maíz en su panza abierta hacia el cielo y ella las defeca sob...
Ayer cené indio y he vuelto a tener pesadillas. Bajaba a comprar birras y en la calle no se veía un alma. Ni rastro de coches. La ciudad estaba vacía. Parecía un pueblo en junio, antes de que empiecen las vacaciones. La sensación de paz era casi completa si no fuese por todas esas miradas que se me clavaban desde lo alto. Desde sus ventanas mis vecinos me señalaban o sacaban el móvil para grabarme. Una anciana salió al balcón y me gritó algo incomprensible. Parecían furiosos pero no estoy seguro: todos se cubrían el rostro con mascarillas. Me voy a dormir otra vez. Mañana te escribo más. Me he vuelto a despertar y esta vez no ha sido una pesadilla. Un grito en la habitación de al lado me ha hecho saltar de la cama. He ido a ver qué pasaba. Théo me ha abierto la puerta con toda la delicadeza y finura propias de un skineto bretón con cuerpo de croissant. Dice que él no ha escuchado nada, que lo he debido de soñar. El suelo de su cuarto es un desastre. Los pl...
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