Una noche de confinamiento

Un hombre acostado en la cama junto a una mujer que ronca. Él no puede dormir y, de repente, entre los ronquidos de la mujer, uno suena diferente, como el sonido metálico y sordo de la transición de una diapositiva. Al girarse para mirar, el hombre ve que la mujer está proyectando imágenes con sus ojos en el techo. El hombre flipa, claro, pero antes de que pueda reaccionar, escuchar el sonido de un cencerro proveniente de la calle. Es una noche de verano que no baja de los 28 grados. Movido ante tanta extrañeza, se incorpora de la cama y se asoma a la ventana mientras la mujer sigue proyectando diapositivas. Por el medio de la calle un enorme buey avanza despacio, pesado, pezuña izquierda, pezuña derecha, con su joroba bamboleante. 

El hombre baja los escalones de tres en tres, su ruido rebota por toda el hueco de la escalera y se pierde en las buhardillas. Arrastra la puerta de madera del portal. En la calle, el aire caliente del verano está perfumado de lavanda. De las ventanas abiertas del vecindario comienza a nacer un estruendo de aplausos y cacerolas que se compacta al contacto con el aire, formando una ola aguamarina y violeta. El gigantesco buey está a la altura de su edificio. Ha girado su cabeza para mirarle y le presenta las patas delanteras, estirado como un gato en la mañana. La bestia se arrodilla, todo su peso bascula sobre su lado derecho. El animal se desploma de una forma patética, el lomo contra el asfalto, levantando un kilo de polvo.

Su pelaje es lacio y barcino. Aún respira a golpes de esternón. El hombre le está pasando la mano por la frente. La tripa está abierta, con las vísceras desperdigadas sobre el caliente bitumen. 

El hombre regresa a su apartamento subiendo los pisos muy despacio, no recordaba los escalones tan altos, tiene que hacer un esfuerzo sobrehumano en cada uno. La escalera gira sobre sí misma a cada paso. Tiene una bola de bilis atravesada en la garganta cuando llega delante de su piso.

Abre la puerta, son dos estancias, desde el salón se ve perfectamente el dormitorio, la cama. Sobre esa cama, la mujer a cuatro patas, siendo empotrada por un toro que exhala sobre la nuca de la mujer su aliento animal.
 
 

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