Este verano quédate en casa


El año pasado trabajé como guía turístico en Bruselas. Era verano y no parecía que todo lo que había aprendido en la escuela sobre André Bazin y el cine social fuesen a pagarme unas vacaciones en Ámsterdam. Decidí pasarle mi curriculum a uno de esos tipos con paraguas que atraen a los turistas. Al día siguiente me llamaron: el puesto era mío. No había hecho ninguna entrevista, ni hablamos de condiciones de trabajo. De hecho, fue entonces cuando me di cuenta de que no tenía ni idea de la historia de mi país de acogida.
Seguí las visitas de un par de guías para inspirarme. En una semana estaba trabajando. En un par de meses estaba hasta la polla. Mi trabajo consistía en llevar grupitos de turistas de Bruselas a Amberes. Íbamos en tren, les paseaba un par de horas y luego les dejaba algo de tiempo libre para que hiciesen más fotos.
Llegó un momento en el que no podía ni mirarles a la cara. A esa gente les daba igual el secreto de la luz de Rubens o la historia del puerto de la ciudad. Me cortaban en mitad de las explicaciones para preguntarme si había Primark en Bélgica, el cachondo de turno me hacía la misma broma cada día o, simplemente, me miraban con indiferencia. Gente de clase media que se siente como la Preysler cuando contratan a un guía o se comen un menú deluxe en un McDonalds del extranjero. Estrellas del rock de gira de viernes a domingo.

El trabajo me estaba jodiendo la cabeza. Llegué a soñar con un grupito de turistas que me seguía
a todas partes después de las visitas: se metían en mi casa y hacían fotos al mobiliario de Ikea, rebuscaban en los cajones, atascaban el baño y se comían lo que quedaba en el frigorífico.
En mi penúltimo día de trabajo me tocó hacer una visita privada para un político mexicano y nada más empezar me pidió que dejase de “enseñarle cosas” y que simplemente quería que le acompañase a hacer las compras de navidad para sus hijos. Me sentí como Richard Gere en Pretty Woman: usado. No podía más. Al día siguiente, en cuanto me monté en el tren con un grupito de turistas, supe que sería la última vez.
La visita se me hizo muy cuesta arriba. Aquella gente era de la peor ralea. Por fin llegamos al puerto: el final de la visita. Mientras les hablaba noté como una parejita se alejaba para hacerse fotos; una madre le gritaba a su hijo por no haberse comido la mandarina; dos fulanos comentaban la última victoria del Betis y un mexicano devoraba su tercer gofre del día. A nadie le importaba una mierda lo que contase. Respiré y me dije que les daría la espalda y sin decir nada iría hacia una callejuela cercana. Si nadie se percataba de que ya no estaba allí, entonces saldría corriendo y pillaría el primer tren de vuelta a Bruselas. Y así lo hice. Me imaginaba sus caras al darse cuenta de que les había dejado ahí tirados. Me llamaron de la agencia, no se lo podían creer. Me dijeron que nunca más contarían conmigo. Supongo que me hicieron un favor.

Una vez estuve en Islandia de vacaciones. Los dos últimos días del viaje decidí aprovecharlos para encontrar un restaurante mítico donde hacían sopa de ballena. Después de perderme varias veces con el coche, acabé encontrándolo. Era un lugar perdido y sin pretensiones. Cuando entré, me sentí como Vasco de Gama llegando a la India: siendo el primer europeo en zamparse un Tika Masala. Pero la fantasía duró poco. “¡Donde esté una tortilla de patata, que se quite esta basura!” boceó uno de los gañanes sentados en una mesita al fondo.
El turismo destruyes ciudades. Los rebaños de turistas transforman barrios con solera en decorados de cartón piedra, en parques temáticos pasados de rosca. Las carnicerías cierran y se transforman en tiendas de souvenirs o restaurantes donde la salmonelosis es el plato fuerte. Las vitrinas de los burdeles se visitan como si fuesen museos y los museos como vitrinas donde prostituirnos con millones de selfies. Cuanto más creemos acercarnos a lo auténtico, más se nos escapa. Como el rey Midas, estamos condenados a condenar lo que amamos. Los destinos de moda no aguantan el hype ni un verano entero. 
Puede que este año volvamos a pasar las vacaciones en el pueblo, como cuando aún éramos un país pobre. Quizá aprendamos algo.

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