Busco título

Hoy es un día importante. Me toca presentar la sinopsis para el corto de fin de carrera. Aquí la escuela de cine es bastante estricta: sólo tienen presupuesto para financiar seis proyectos de una docena de alumnos. Todo muy competitivo. Hay gente que lleva trabajando en esto durante meses; otros han repetido año y venderían a su madre por dar con una buena historia. Está en juego mucha pasta. Ser uno de los seleccionados puede suponer una prometedora carrera en el cine.
Ya me conoces. Como de costumbre, he ido dejándolo para el último día y ayer me di cuenta de que ya sólo me quedaba una noche. 
Escribir una sinopsis es algo que puedes hacer en lo que te preparas un café. Sólo tienes que resumir la historia en un par de líneas. Lo verdaderamente jodido es encontrar la historia.
Sentarse a escribir sin un plan inicial es un acto de fe. La inspiración no se busca, se encuentra. 

Después de pasar horas viendo vídeos de gatos, zamparme una bolsa de Doritos y descubrir lo que era un “rusty trombone”, me doy por vencido. Miro el móvil y veo un par de llamadas y un whatsapp de Julia. “¿Pido sushi y me das unos azotes? ;)”. Me da arcadas el pescado crudo pero llevo una semana a base de pasta y arroz. Ni te imaginas los proyectiles de hormigón armado que estoy cagando últimamente. Acepto sin dudarlo. Puede que la inspiración se encuentre dentro de una cincuentona con problemas de retención.

Esta mañana, en el metro, intenté escribir algo en las notas del móvil, pero me quedé embobado oliéndome los dedos. Un olor a lonja y a wasabi se me ha quedado incrustado entre las uñas.

Espero mi turno en la fila y veo cómo uno tras otro, mis compañeros van desfilando por su despacho. Philippe Cismara: el cabrón con pintas más entrañable de toda la escuela de cine, un demiurgo que decide nuestro futuro sin despeinarse.
Si escribes su nombre en Google no encontrarás nada. Dicen que mientras grababa un documental sobre el rey Balduino descubrió algo que le hizo perder la cabeza. Durante años se dedicó a acabar con la más mínima huella que une base de datos pudiese conservar sobre su persona. Puede que ni se llame Philippe. Según él, los belgas subestimaban a los servicios secretos de su país. El Staatsveiligheid no tenía nada que envidiar a la KGB; pinchan teléfonos, nos monitorizaban por satélite y pueden calcular el tiempo que nos queda de vida basándose en nuestra alimentación, el historial clínico de nuestra familia y otros factores de riesgo a los que sólo ellos tienen acceso. Sin embargo, nunca podrán dar con la casa de Cismara porque ni siquiera tiene una dirección fija.
Alguien me contó que su hijo se suicidó lanzándose por la ventana. Aquello puso a prueba su matrimonio y cuando todo lo que le quedó de familia fueron los restos de materia gris en los adoquines de la entrada, Cismara decidió mudarse a un camping de caravanas a las afueras de la ciudad. 
No había tenido una vida fácil, aunque algunos juraban haber visto su nombre en los créditos de una cinta porno holandesa de los ochenta. También hay quien dice que fue el doble de acción de Van Damme o que antes era un mantero senegalés.
Su vida era una página en blanco y nosotros la habíamos emponzoñado con toda clase de mentiras y leyendas urbanas. Ahora nosotros escribíamos su biografía y puede que los servicios de inteligencia belgas estuviesen al corriente.

Una tipa ha salido llorando de su despacho y ha llegado mi turno. 
Entro e intento concentrarme y mirarle a los ojos. Es complicado. Cismara tiene la mitad de la cara cubierta por unas quemaduras horribles. Nadie sabe lo qué le paso aunque, como es de esperar, existen varias versiones; mi preferida es la que habla de un ser venido de otro planeta que quemó su traje de humano mientras lo intentaba planchar.

Me mira y me pide que le haga un buen pitch de mi historia. 

Se me ha acabado el tiempo y no tengo nada.

Improviso lo primero que se me viene a la cabeza.

Acabo. Cismara anota algo en su libretita y me guiña un ojo. 

Creo que ha ido bien.

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