Mundos paralelos
¡La madre que me parió! Acabo de llegar a casa y estoy de barro hasta las rodillas. Llego a pasar un día más en aquella pocilga y hubiese acabado por gruñir como un cerdo. No siento los dedos de la mano y espero que los de los pies aún sigan ahí cuando me quite la botas.
Como te dije la semana pasada, llevo unos días que no consigo concentrarme en nada. Para encontrar algo de inspiración decidí escaparme unos días con unos amigos actores que estaban de residencia en una cabañita perdida en las Ardenas. Sonaba como el retiro perfecto.
Las residencias artísticas se podrían resumir como las vacaciones de la gente que no acostumbra a irse de vacaciones. Durante un par de semanas, un grupo de artistas olvidan sus trabajos de camareros y de reponedores para jugar a ser Mary Shelley en la Villa Diodati. Las distintas fases de creación son, a su vez, acompañadas por pequeños banquetes, siestas, lecturas dilatadas de poesía y ensayos, muchas latas de cerveza, discusiones acaloradas hasta el amanecer, algún canuto y paseos por el campo. Los últimos días suelen acabar con una gran fiesta en la que todo el mundo se pone hasta el culo para olvidar esa gran obra que pretendían escribir. Sin embargo, en nuestro caso, un par de noches fueron suficientes para convencernos de dar una oportunidad a los alucinógenos.
Acabábamos de devorar un chili con carne vegetariano, el sol picaba y Margaux sacó una bolsita con unos champis resecos. Siempre me pregunto quién fue el primer ser humano que decidió meterse algo así en la boca. Especialmente si habían salido de la riñonera de una tipa que desayunaba microdosis de LSD para aguantar los servicios de tarde en una marisquería pija de Ste. Catherine.
Mientras esperábamos que nos subiese, decidimos ir a dar un paseo. Los bosques ofrecen el entorno idóneo para un experiencia psicodélica sin percances: suelo acolchado de musgo, alejados de las carreteras, sonidos sutiles para garantizar un viaje agradable y un sinfín de insectos y texturas con las que quedarse pasadísimo durante horas.
Hay una primera fase con los champis en la que no alucinas, simplemente tus sentidos se agudizan como los de un ninja o un ciego. Puedes apreciar cada detalle del cuerpo peludo de un abejorro. Aunque te pase zumbando, tu cabeza consigue abstraerse de todo y verlo a cámara lenta o como a través de una lente macro. Concentración máxima. Para esto es necesario olvidar el resto: el bosque, tus amigos, las horas que llevas ahí, quién eres, tu dominio de una lengua extranjera, las últimas vacaciones con tu ex, el día que murió tu madre o tu incapacidad para escribir algo decente. También puedes pasar por alto el hecho de que llevas horas empapado y no tienes ni una pista de qué ha podido pasar. Si eres propenso al agobio, todas estas notas al margen acaban saliendo a flote en el tercer acto.
En caso de mal viaje, la clave es controlar la respiración, beber zumo de naranja o hablar con alguien sereno. Una lástima que de todo esto lo único que pudiese hacer fuese respirar. Y no parecía ser de mucha ayuda. Estaba desorientado, no había ni rastro de mis amigos y empezaba a anochecer. ¿Cuánto tiempo llevaba perdido? Joder y, ¿dónde me había metido para estar calado hasta los huesos? La ropa mojada se me pegaba a la piel y empezaba a tener frío.
No alcanzaba a ver el final del bosque. Estaba atrapado. Nunca conseguiría salir de ahí. Iba a palmarla. Mi cuerpo sería devorado por una familia de lobos o quizá se transformaría en un árbol más, como los gnomos cuando mueren.
Seguí deambulando, cada vez con menos esperanzas, hasta que di con él: una criatura bastarda y enloquecida. Hypolite, un parisino melenudo y con sobrepeso, había dejado atrás su característico pudor y ahora estaba en pelotas y cubierto de barro. Me miraba sonriente con un cabezón que se le hinchaba como un balón a punto de explotar. De entre un mar de lorzas y estrías asomaba un pene erecto, diminuto y enrojecido: como un pintalabios. “Mira, tío. Acércate. He encontrado un árbol con el coño más esponjoso que una magdalena”. Frente a él había un tronco calcinado con un champiñón blanco en mitad de la corteza negruzca. Tenía la forma de un mejillón, el tamaño de la palma de una mano y la textura, en mi humilde opinión, era algo más como esas rosquillas duras que venden por San Lesmes. La única diferencia es que, en este caso, del glaseado se había encargado mi amigo y no era precisamente de anis.
Cuando eché la vista atrás, descubrí algo de luz entre los árboles. Estábamos al lado de la cabaña. El resto del grupo estaban tirados en el jardín, fumando, compartiendo alguna latas y contándose lo que habían visto. Después de cenar encontramos al perro de Margaux, encerrado en un cajón de la cocina. Aunque estaba claro qué había pasado, a algún genio se le ocurrió que el pobre chucho podría haberse zampado los restos de las setas. Decidieron llevarlo a un veterinario a Bruselas y yo aproveché la ocasión para volverme a casa.
Dios te bendiga.
¡Varazos!
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