¡Gloup, Gloup, Gloup!
Llevo unos días viendo a una chica. Bueno, no sé si “chica” es el término adecuado para ella. Es decir, no es un hombre, pero tampoco es precisamente una chavala. Ya me entiendes. Nada serio. Ya veremos. Sólo te digo todo esto por si dejo de dar noticias. Creo que deberías estar al tanto. Puede que un día un informático en Valencia se entere de que su mujer le es infiel y decida tomarse la justicia por su mano. Pero ya te hablaré otro día de ella.
Llevo casi una semana sin probar una gota de alcohol y nunca antes se habían torcido tanto las cosas. Peor que los sanfermines aquellos, cuando me comí una piña con cáscara. Con decirte que he estado a poco de acabar en el calabozo.
Volvía de ver un maratón de cine polaco en la Cinemateca. Era tarde y tenía el cerebro hecho papilla. Al pasar por una callejuela del centro, me encontré con un garito que no había visto nunca. Parecía un espejismo salido de la nada. Mientras los restaurantes para turistas desmontaban sus terrazas, un ritmo de ska retumbaba en las ventanas de aquel antro. El sitio era entrañable: un “troquet” belga de esos que huelen a humedad y a cerveza rancia. Decidí entrar. Sobre la puerta, un panel anunciaba el nombre del insigne tugurio: le Dolle Mol.
Aquel lugar era como una de esas tavernas donde reclutan a la tripulación para un barco pirata. Miradas enloquecidas, tripa-cocos roncando sobre la barra, viejos sátiros que babeaban con cada movimiento de la camarera: todos ellos parecían beberse la vida a borbotones.
Al sentarme en una de las mesas, un tipo con cara de simio furioso me miró de arriba abajo y dejó de hablar con su amigo y me dijo:
-¿Español?
-Sí, ¿tanto se me nota? - le respondí.
-¿Quién si no seguiría llevando un mullet y pendiente de aro después de los 80?
-…
-¿Te gustaría hacer algo por tu país?
-“Mi país” me importa tres cojones.
-Entonces tienes que venirte con nosotros.
El tipo con cara de simio furioso dio un trago a una Rochefort de once grados y lanzó un eructo que retumbó como un cañonazo. “À tes souhaits”* se oyó decir a una vocecita tierna e infantil. A su lado, un gigante enorme y paliducho se reía con su propia broma.
Escuché un chirrido metálico y, al darme la vuelta, vi cómo la camarera echaba la persiana con varios clientes aún dentro.
Una cosa llevo a la otra y cuando me quise dar cuenta ya estaba amaneciendo. Después de hablarme durante una hora de Durruti, su gato de angora, el gigante se había quedado dormido. Su colega simiesco se repeinó un pompón de pelo mortecino y me dijo “Bueno, qué, ¿te vienes?”.
Se llamaban Jan y Noël. Salimos del bar y me invitaron a montar en un lada reluciente. Noël apenas cabía en el coche y Jan se entretenía rebuscando en los casetes de la guantera. Mientras nos dirigíamos al barrio de Schaerbeek, empezó a sonar “Il n’y pas d’amour heureux” de Brassens. Las calles estaban vacías y el traqueteo de la tartana me iba meciendo lentamente.
Un olor a croissant recién hecho me despertó. Nos habíamos parado. Cuando miré por la ventana vi a Noël que salía de una pastelería con tres cajas de color rosa, las cargó en el maletero y me volví a quedar frito.
Cuando amanecí de nuevo, estábamos frente al Parlamento europeo. Noël apagó el motor y Jan me lanzó un periódico a la cara. En la portada estaba la foto de un pobre hombre gallego y en el titular se leía “El presidente español visita Bruselas”.
Entonces recordé todo lo que Noël me había contado esa noche. Me vinieron a la cabeza sus teorías sobre terrorismo. Para él, todos los hombres de estado, artistas o figuras públicas no eran más que lo que veíamos de ellos. Su persona se limitaba a su imagen y destruirla era la única manera de descubrir lo anodino y vulgar de su esencia. Si cualquiera de ellos se dejase bigote o empezase a utilizar gafas, no les reconocería ni su madre. Por lo tanto, acabar con esa gente era tan sencillo como poner su imagen en evidencia.
Una marabunta de gente en traje se acumulaba frente a el coche presidencial. Noël dejó una de las cajas rosas sobre los adoquines y, con una gran sonrisa, me hizo un gesto para que la cogiese. Jan abrió su caja y sacó de ella una tarta.
Los dos salieron corriendo hacia su objetivo, como berserkers poseídos.“Gloup, gloup, gloup!” gritó Noël al estamparle una tarta en la cara al presidente de España. Cuando Jan se preparaba para lanzarle la suya, una decena de policía le tumbaron. Mientras le molían las costillas a porrazos, me pareció verle sonreír por primera vez. Estaba orgulloso. Noël no paraba de lanzar consignas anarquizantes y poemas mientras lo esposaban.”¡Hay que perderle el respeto a un sistema que no se lo merece!” dijo antes de entrar en el furgón de policía.
Yo me quedé ahí plantado, sin saber muy bien qué hacer, frente a mi tarta sin estrenar. Merecía que alguien me la tirase a la cara, por cobarde. Cuando alcé la vista descubrí a dos maromos que venían hacia mi. Intenté despistarlos y desaparecer en medio de todo el revuelo pero esos perros no me perdían la pista.
Me empecé a agobiar. Estaba perdido. Acabarían pillándome. Por esto hasta podría caerme algo de cárcel. Era un atentado contra un jefe de gobierno. El miedo me paralizaba.
Entonces apareció mi ángel de la guarda. No tenía alas pero llevaba un plumas de Chanel. Tampoco había ni rastro de la típica aureola celestial, como los ángeles de los belenes, pero su cabeza estaba coronada por una gafas Dolce n Gabbana con las que se recogía el pelo, como una diadema. Me salvó el cuello. Aunque, como te dije al comienzo, ya te hablaré de ella en otra ocasión.
¡ Salud y varazos!
*Equivalente a responder “Jesús” cuando alguien estornuda
Comentarios
Publicar un comentario