Ese actor belga que sale en todas la pelis belgas haciendo de belga
Una vez más, cuando ya no sabía qué llevar al Cash-Converters para seguir pagando el piso, ha sonado el teléfono. Esta vez llamaban para algo bueno. Nada de descargar frigoríficos para una ETT o dar clases particulares de español a algún retrasado. Era para un rodaje: una coproducción belgo-austriaca, de las que pagan bien. A la chef de file le había dado una insolación y necesitaban un sustituto urgentemente. Acepté sin dudarlo y al día siguiente estaba en la rue d'Aerschot de madrugada.
Mi trabajo consistía en encargarme de un rebaño de figurantes hambrientos y parlanchines que soñaban con ser estrellas o llevarse a la boca un plato caliente.
En Reino Unido o América, los figurantes son auténticos profesionales: consiguen memorizar cada movimiento y reproducirlo a la perfección en cada toma; están sindicados y saben que si el director se dirige a ellos, ese día cobrarán el doble. En otros países, los figurantes no beben durante el rodaje ni desaparecen después de almorzar. Tampoco trabajarían nunca por lo que se les paga aquí.
Están todos los de siempre: los eléctricos que hacen videos para Instagram, los ayudantes de dirección dinámicos con riñonera, los de sonido liándose porros en el coche, los runners a punto de llorar y él: ese actor belga que sale en todas las películas belgas haciendo de belga.
La peli va de un multimillonario que se enamora de una prostituta, que acaba siendo su madre, que acaba siendo su padre disfrazado de su madre vestida de enfermera. En Viena no debe de haber barrio rojo y supongo que por eso han venido a grabar a Bruselas.
La rue d’Aerschot lo tiene todo y los coches aparcados en una calle paralela lo tienen todo a mitad de precio.
Los pitiditos de los walkies se aceleran, los berridos del ayudante de dirección me taladran los tímpanos, pongo a los figurantes en posición e inmediatamente veo como la mayoría de ellos desenfundan sus teléfonos móviles para hacerse selfies con Él. Detrás de una vitrina está Ella, su nueva amante: una veinteañera recién salida de alguna escuela de arte dramático perdida en Wallonia. Ella no deja de posar y de poner morritos para las fotos. Los figurantes la adoran. Él, sin embargo, no cree que lleguen a verano juntos. Tendrá que buscar a otra candidata para esas vacaciones en Martinica.
Trabajar en rodajes implica matarte durante apenas dos horas y tratar de no volverte loco mientras esperas a que pase algo durante el resto del día. He dejado de fumar y llevo mal lo de espera sin tener nada que hacer. Entre toma y toma, aprovecho para ir a catering y untar un par de lonchas de queso gouda en un bote de salsa Samourai. Me lo zampo y procuro sacudirme todas las migas de la barba antes de volver al set. Los figurantes podrían sospechar que su desayuno a base de bollería industrial no tiene el glamour del nuestro.
Llega el momento de almorzar y me doy cuenta de que he perdido a varias personas. Retomamos en menos de diez minutos. Busco en los baños móviles, entre las roulottes, en la carpa donde comen los actores. Ni rastro. Entonces vuelvo a la rue d'Aerschot y me los encuentro babeando frente a una vitrina. Tras el cristal, una congoleña hace equilibrios sobre unos tacones de aguja imposibles. Les pregunto dónde están el resto pero ni se inmutan. Tienen los ojos clavados en esas dos cabezas de bebé. Su imaginación se ha disparado. Ahora todos ellos están en un lugar mejor, en un paraíso tropical donde aún se sienten deseados. Sienten un ardor en la entrepierna y la mirada se les enturbia con los lagrimones. Son indignos de tanta belleza.
Me confiesan que dos de ellos están dentro del local. El resto esperan su turno. Llamo a la puerta y una vieja encorvada me agarra por la cintura con unas garras consumidas por la artrosis. Me pide que le acompañe. Atravesamos un pasillo con las paredes desconchadas. La cheposa aparta una cortina de terciopelo y ahí están: dos hombres arrugados y barrigudos. Levantan sus copas y se ríen como hienas. Alrededor de ellos hay varias chicas. Todos beben champán a la salud del titán sudoroso que les contempla desde lo alto de un taburete. No imaginé que él también pudiese estar aquí. Él, él mismo, el mismísimo él: ese actor belga que sale en todas las películas belgas haciendo de belga.
Una polaca con extensiones nos contó el caso más extraño de su carrera. Un día un tipo le pidió hacerlo con las cortinas abiertas. Así todo el mundo podría ver sus acrobacias sexuales desde fuera. Estaba dispuesto a pagar lo que fuese por cumplir su fantasía. La polaca, en cambio, calculó el precio de una multa por exhibicionismo y alteración del orden público y declinó la oferta. Aquel idiota suspiró antes de zambullirse en el mar de indiferencia, anonimato y vulgaridad del que había salido.
Los dos figurantes reían a carcajadas y Él descorchó una segunda botella de champán.
Me pidieron que me quitase la ropa, para estar más cómodos.
Así, desnudos, todos podríamos ser estrellas de cine o figurantes o vender nuestro cuerpo por dinero. Suplicando por sentirnos especiales, diferentes, deseados o simplemente por importarle a alguien.
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